martes, 29 de diciembre de 2015
CAPITULO 134
Elizabeth había vuelto a Argentina sin decirle a nadie. Había quedado con Paula para verse al día siguiente en su casa, y ahí estaban.
Sentadas en la mesa, a la hora del té. El sol brillaba en todos los rincones de la galería y tenían una preciosa vista del jardín.
Su suegra estaba vestida como siempre, impecablemente.
Llevaba un vestido de media estación de seda en color manteca y el pelo recogido dejando ver dos enormes y hermosos pendientes de rubíes. Siempre se sentía mal vestida a su lado. Por más que sabiendo con quien se juntaba, había puesto especial atención en su elección
de vestimenta, igual se sentía desprolija.
Tenía una camisola con cuentas de gaza celeste transparente, y una camiseta de tirantes debajo. No le había quedado más remedio que ponerse el único jean que aun le entraba. Y sabía que si llegaba a estornudar, reventaría alguna costura. Se acomodó con dificultad en la silla. Se sentía un elefante.
La mujer se aclaró la garganta y empezó a hablar.
—Como sabrás mi relación con Pedro es…delicada. – su voz se quebró apenas. —Y lo respeto, por primera vez no me voy a meter. – sonrió amargamente. —Pero quiero conocer a mi nieta. Desde que me enteré de que voy a ser abuela yo…
Sin poder contenerse, sujetó su pañuelo con puntilla cerca de sus ojos.
Tenía la mirada vidriosa y eso la conmovió. Estaba pasando por un mal momento.
Tan malo como para tener que tragarse todo su orgullo y llamarla. Ella no iba a ponerle las cosas más difíciles.
Ya era suficiente castigo el que Pedro no quisiera saber más de ella.
No podía ni imaginarse como sería eso para una madre. Se tocó la panza instintivamente.
—No quiero perjudicarte, pero no sé que más hacer. Si le pido a mi hijo disculpas, seguramente no quiera escucharme. Le hice mucho daño ya.
—No entiendo que tengo que ver yo, Elizabeth. Para qué me necesita a mí? – al ver que la miraba con ojos muy abiertos llenos de miedo, suavizó la voz. —No hay nada que yo pueda decirle a su hijo que vaya a hacerle cambiar de
opinión.
Asintió con los ojos cerrados, resignada.
—Si. Lo sé. Necesita tiempo. Yo también lo necesito, para demostrarle que puedo cambiar. – le temblaba el mentón. —Pero mientras pasa ese tiempo mi nieta sigue creciendo. – le
miró la barriga con una sonrisa.—No me quiero perder de eso. Los bebés crecer rapidísimo.
Paula la miró curiosa.
—Me gustaría que cada tanto nos… viéramos. – miró hacia otro lado algo avergonzada. —Me imagino que no debo ser santo de tu devoción,Paula. No te culpo por eso. Me
comporté muy mal. No tengo perdón, no espero que me perdones. Me encantaría, pero no lo espero. – la miró sonriente. —Me equivoqué con vos. Sos buena para mi hijo, lo haces feliz. Estuviste ahí para él, te quedaste con él cuando …–se volvió a quebrar. —No lo dejaste.
—Nunca lo voy a hacer. – quiso tranquilizarla con sus palabras, pero solo hizo que la mujer llorara más.
—Vas a ser una buena madre. – cerró los ojos con fuerza, como si estuviera sintiendo dolor. —Mucho mejor que yo.
No sabía que decir. Qué se supone que tenía que sentir? Pedro le diría que no se deje manipular, Que no le crea una sola palabra, que no valía la pena. Que era una traicionera, que no tenía corazón. Y no sabía si era por las
hormonas del embarazo, o por qué, pero no podía odiarla.
La miraba y sentía una profunda y devastadora pena por ella.
—Por favor. – se secó los ojos. — No tenés que perdonarme. Me basta solamente con verte de vez en cuando. Con ver a mi nieta. – suplicaba.
—Si Pedro se entera… – no la dejó terminar.
—Yo voy a asumir todas las culpas. Le digo que te amenacé o algo se me va a ocurrir.
—Y si no quiero? – Elizabeth la miró con tristeza.
—Entonces no nos vemos. – sonrió apretando los labios. —Si no querés lo voy a aceptar y lo voy a entender.
Se quedaron las dos en silencio.
Creía que se estaba metiendo en problema. Si aceptaba, su esposo se enojaría con ella. El había decidido cortar la relación con la madre. Sabía que la quería lejos de su vida.
Pero era su hija también. No tendría ella parte de decisión en ese caso? Sonrió. No. Porque no era su madre la que tenía en frente. Porque ella no había tenido que soportar años y años de traición. Porque no había amenazado con dejar a su padre en la calle. Todas esas cosas le habían pasado a él y
estaba en todo su derecho de odiarla.
Se sentó más derecha en la silla y habló.
—Elizabeth, entiendo las razones de mi esposo. Y sé que está pasando por un mal momento. Así que vamos a hacer
las cosas a mi manera. – su suegra asintió desesperada.
—Vos pones las condiciones. Por supuesto.
—Podemos vernos mientras esté embarazada. No me voy a negar a eso. Pero cuando la bebé nazca, si quiere conocerla, va a tener que hablar con su hijo. – se miró las manos, en donde brillaba su anillo de compromiso por
debajo de la alianza. —No le digo que hable ahora simplemente porque me parece que no es el momento. Todavía no se recupera del todo y no le quiero agregar preocupaciones. Pero como usted dice, los bebés crecer rápido y no quiero que nadie se arrepienta de nada.
La mujer le sonrió agradecida y estiró una mano sobre la mesa y le tomó una suya.
—Me está poniendo en una situación difícil con mi marido. – su ceño se frunció levemente. —Quiero que sepa eso, nada más.
Elizabeth asintió.
Terminaron de tomar el té, y casi una hora más tarde, Paula volvía a casa con la cabeza revuelta.
Estaba mintiendo a su esposo, pero sus intenciones eran buenas. El amaba a su mamá. Tarde o temprano arreglarían
las cosas.
Si, estaba segura
Esa noche se fueron a dormir más temprano que otras veces, pero ella se había despertado mil veces a la noche
para ir al baño. Según le había dicho su médico la bebé apretaba la vejiga, y eso hacía que a cada rato se tuviera que levantar.
Una de las veces que se levantó sintió que la panza se le ponía dura alrededor del ombligo. Cuando se pasó la mano por la zona esa rigidez se extendió por toda la barriga, y sintió un dolor agudo que la hizo agacharse.
—Pedrooooo! – gritó mientras se sostenía de la pared del pasillo.
Escuchó como él corría a donde ella estaba en ropa interior y los ojos muy abiertos. La encontró con las dos manos en su vientre respirando despacio por la boca.
—Qué pasa? – la tomó de la cintura y la condujo hacia uno de los sillones. —Te duele algo?
Ella asintió con la cabeza incapaz de hablar del miedo que sentía. Era muy pronto para que naciera. Muy pronto.
Toda su panza se puso dura de nuevo.
—Mierda. – se agarró del brazo del sillón clavándole las uñas.
—Voy a buscar las llaves del auto. – se miró. —Y… me pongo un pantalón. Respirá. – inhaló y soltó el aire
soplando varias veces indicándole como.
Segundos después estaba listo, y la llevaba por el ascensor hasta el auto.
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